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El espacio de Gea

En prosa

La vida es lucha...

La vida es lucha...

Aunque dicen que Heráclito de Éfeso fue un filósofo controvertido, oscuro, a mí me gusta recurrir a algunas de sus citas para abordar ciertos temas. Y hoy me viene bien echar mano de alguna de ellas.

Decía que la guerra o la discordia es el padre de todas las cosas -polemos pater panton-, es decir, justo lo contrario de la unidad y el entendimiento. Decía que el hombre es lucha, contienda consigo mismo y con los demás. Y decía, asimismo, que todo es, en realidad, fuego; fuego que se enciende y se apaga, que se transforma...

Y si atendemos a la realidad que nos rodea, los conflictos del mundo, las guerras personales, las batallas laborales o económicas, las contiendas domésticas, las luchas sociales, las victorias y derrotas afectivas, los rifirrafes dialécticos, la crispación política... casi debemos convenir que al buen hombre no le faltaba razón.

La vida es lucha, ciertamente. Una lucha polisémica, que adquiere interpretaciones distintas en cada caso o contexto; en cada zona geográfica y en cada civilización o cultura; en las aspiraciones individuales o en las necesidades colectivas. Entre ellas, y la más perentoria, está la lucha por sobrevivir; o dicho de otro modo, la lucha contra el hambre y la discriminación. Sin lugar a dudas, la más injusta de todas.

Así pues, desde esta visión de contienda, y llevándola al terreno personal, todos tenemos que enfrentarnos a nuestras particulares guerras. Es la llamada lucha del día a día. A veces podemos tener un solo frente abierto; otras veces varios a la vez. Y hay que presentarles batalla, ya no para ganar o perder, sino incluso sólo para permanecer, para seguir estando. Y de eso se trata.

Yo también he tenido que atender algunos frentes abiertos, y ése ha sido el motivo de mi prolongado silencio. No voluntario, desde luego, pero sí elegido en función de mi disponibilidad de tiempo, de mis prioridades y, cómo no, de mi estado de ánimo resultante. 
Espero, a partir de ahora, poder asomarme a este espacio con mayor frecuencia para compartir letras y lecturas con todos.

Saludos.

Gea.

Bartolo

Bartolo

Cada día quiero más a mi Bartolo. Mi gato. Y lo quiero, en gran parte, por lo mucho que él me quiere. Y por cómo necesita demostrármelo.

Y es que mi Bartolo me habla y me entiende, con su lenguaje no verbal tan felino y expresivo. Incluso, y con esa intuición gatuna tan misteriosa y desconcertante, se anticipa a mi pensamiento y reconoce mi estado de ánimo, casi antes que yo. Y sabe cuándo estoy triste y no puede soportarlo. Y a mí me emociona ver cómo varía su actitud o sus hábitos para demostrarme su cariño incondicional cuando estoy así.

 

Hace ya más de un año en que tuve que tomar la terrible decisión de aplicarles la eutanasia a mis otros dos gatos, padre y madre-hermana de mi Bartolo. Sí, constituían una felina e incestuosa familia, un triángulo gatuno que se quería hasta el límite. Fue un trauma que aún hoy no he superado del todo. Pero tuve que volcarme en el pobre Bartolo que se quedó terriblemente solo, huérfano; que se moría de tristeza buscándolos por todos los rincones y que dejó prácticamente de comer hasta el punto de que temí seriamente por su vida.

 

Tiene ya 14 años y no era, quizá, el gato por el que yo sentía más debilidad -aunque adoraba a los tres-, pero a partir de ver su sufrimiento se me clavó en el alma y cada día empecé a quererlo aún más y a estar completamente pendiente de él. Poco a poco, y ante la certeza de lo irreparable, empezó a resignarse y a aceptar la ausencia, como nos ocurre también a los humanos.

 

Y ahora, cuando tengo días tristes, como hoy, parece querer recompensarme. Y no viene a mi regazo -que es su auténtica obsesión- como lo hace siempre; no se abandona indolentemente en él buscando la posición más adecuada para acomodarse y dormitar. No. En mis días tristes, busca compulsivamente mi regazo y permanece expectante, mirándome con arrobo, sí, con auténtico arrobo, con su cabecita ligeramente levantada y clavando en mí esas dos uvas azules que tiene por ojos. Y permanece así, estático, inmóvil, adorándome, sin dejar de mirarme fijamente.. Porque así es como él me “habla” y  me dice: ”Yo también te quiero... y vengo a tu regazo no porque yo lo necesite sino porque sé que hoy lo necesitas tú”.

Y acierta de pleno.

 

Y por eso quiero yo tanto a mi Bartolo. Porque despierta mi ternura, me emociona y sorprende. Porque me analiza, me intuye y me muestra veneración. Porque me quiere tanto -o más- que yo a él.

Lo adoro, sí. ¿Que es sólo un gato? Sí, lo sé. Bueno, ¿y qué?

   

El tema no es que sea demasiado profundo ni interesante; incluso puede interpretarse como ñoño o cursi. Pero es que hoy estoy especialmente sensible y como tal me comporto, escribiendo simplemente sobre mi querido gato. Y es que hay días en que me siento en evidente deuda con él.

 

Gea.

Tempus fugit

Tempus fugit

Hay quien dice que el tiempo no existe, aunque sea lo que preside y rige nuestras vidas. Lo cierto es que ese concepto abstracto permite divagar sobre su esencia, incluso desde perspectivas contradictorias. Divaguemos, pues.

De todos es conocido el tópico del Carpe Diem, esa exhortación a vivir y disfrutar del momento. Una necesidad o filosofía comúnmente aceptada por todos. Pero, por mucho que nos acojamos a esa máxima de "sólo hay que vivir el presente", sería de necios pensar que ese presente es autónomo; que surge en solitario, del día a día, como improvisando la vida. Porque el presente es el más efímero de los tres conceptos en que dividimos nuestro tiempo vital. Es tan sólo un paréntesis, herméticamente cerrado por el inmodificable pasado anterior y el inescrutable e incipiente futuro.

El presente queda así suspendido en el abismo, entre dos tiempos poderosos que lo convierten en fugaz, pero en los que necesita sustentarse para adquirir su entidad, su propia razón de ser. Y así, se nos presenta como ese ídolo al que todos pretendidamente adoramos, sin darnos cuenta de su fragilidad. Como un poderoso gigante mitológico, cuyos pies han de apoyarse necesariamente en dos pilares próximos para mantener el equilibrio; para poder mostrarse en su grandiosidad.

Así es el presente: pasado y futuro casi juntos; uno pisándole los talones; el otro, abriéndole las puertas de par en par. Y él en medio, a tiro de piedra entre uno y otro; entre una despedida y una salutación, entre un adiós y un hola, que sólo dejan resquicio para un breve suspiro.

Precisamente por eso hay que vivir el presente, por su levedad, por su propia inconsistencia, por la dificultad en aprehenderlo, por su fugacidad. Porque rápidamente pasa a constituirse en pasado. Y el pasado será ya inmodificable.

Y en cierto modo, nada hay más vinculante y condicionante que el pasado, esa acumulación de efímeros presentes. Porque él nos ha ido moldeando titánicamente, para la bueno y para lo menos bueno; él ha ido determinando una personal manera de ser y de reaccionar ante la vida; él nos ha marcado inexorablemente, incluso para aprender a vivir el presente o vivirlo de una manera determinada. Y a su vez el pasado, para serlo, ha de sustentarse necesariamente en los recuerdos.

Y sí, yo soy de las que reivindico los recuerdos; de ellos vivimos muchas veces, con ellos convivimos en la soledad, en ellos hallamos en ocasiones fuerza para seguir. Y también desconsuelo. En cualquier caso, son el testimonio de todo lo vivido. Recordar es comprobar que permanece inalterable nuestra memoria, que es el mayor exponente de que nos sentimos vivos, además de estarlo.

Sin embargo, en esa gran red de recuerdos que constituye el pasado, no todos tienen el privilegio de poder ser calificados de perennes. Son escasos, selectos, escogidos... Y por su cualidad de perennes, adquieren el rango de indelebles, de inolvidables. Por eso vivirán paralelamente nuestra propia vida, acompañándonos en nuestro presente y proyectándose, inevitablemente, en nuestro futuro. En los recuerdos, en el pasado, será en definitiva donde confluirá todo.

Y hay que vivir el presente, sí, pero sin desdeñar ninguno de los otros dos tiempos que lo definen y acompañan inexorablemente. Porque en realidad son lo mismo; sólo cambia la perspectiva desde la que los vivimos o miramos. Desde el ayer, el presente ya es mañana. Y desde el mañana, el presente ya es ayer.

Y con este retruécano final que me ha salido, dejo de divagar desde... ¡ya mismo! 
 

Gea.

Horizontes –y no de grandeza-

Horizontes –y no de grandeza-

Últimamente, tengo tendencia a elaborar escritos bastante prosaicos sobre temas insignificantes y cotidianos, pero que al final me hacen reflexionar.

 

Iba yo esta mañana con mi inseparable carrito de la compra, en ese periplo por mi barrio para realizar la compra del día: que si primero a la panadería, luego al mercado municipal y después al Mercadona, donde tienen una oferta de pescado a veces mejor que en el propio mercado.

 

Y en esas que, tras caminar un largo trecho por la acera, veo a un hombre, ya de cierta edad, sentado en un banco y tomando el tibio y agradable sol primaveral, y reparo en que, a su lado, en el suelo, tenía una jaula con un pajarillo dentro que, no sé bien si por mimetismo o necesidad pajarera, parecía tomar el sol como su amo, aunque más alterado a la vista de sus compulsivos recorridos por el interior de la jaula.

 

La escena me sorprendió, la verdad. Una jaula -y además enorme- en plena calle, con su inquilino dentro y a los pies de su amo, como si se tratase de un perrillo al que hubiera sacado a pasear, no es muy común de ver. 

 

No niego que me impactó esa imagen tan insólita, pero no le dediqué más atención y seguí mi ruta. Fue de regreso, y al comprobar que aún persistía la misma estampa, cuando realmente fui consciente de tan inusual escena; sobre todo cuando, ya casi sobrepasándolos, oí al dueño comentarle a un amigo que se había sentado en el mismo banco: “pobrecillo, lo saco para que tome el sol y se distraiga viendo la calle y pasar a la gente. En casa está muy “solico” y aburrido y aquí se anima. Ahora ya, con el buen tiempo, lo sacaré cada día para que disfrute”.

 

Seguí hacia delante sin girar la cabeza, pero conservando con precisión fotográfica aquella escena en mi retina. Y me conmovió sinceramente. Pensé en la compañía que suponía ese pajarillo para ese hombre solitario, y con qué cariño y dedicación él intentaba ofrecerle, con su buena voluntad, mejores condiciones de vida y de distracción.

 

Y fue ahí cuando empecé a reflexionar sobre cuán paradójica resultaba la escena y cómo una buena acción podría, a veces, no ser lo más recomendable.

 

¿Estaría ciertamente más feliz el pajarillo viendo desde su jaula mucho más ampliado su inalcanzable horizonte de libertad? ¿O al estar confinado en los límites de su jaula, mejor le sería no ver que hay otro mundo, otro paisaje, más allá de sus barrotes?

 

No sé si el pajarillo agradecía o no la buena intención de su dueño. Pero yo no pude evitar extrapolar la escena a los humanos. Y llegué a la idea de que, en ocasiones, cuanto mayor es el horizonte que se presenta ante nosotros, más limitada puede parecernos nuestra libertad para poder alcanzarlo; unas veces por inexpugnable; otras por inasequible; otras porque sus misteriosos confines nos asustan; y otras, como el pobre pajarillo, porque la jaula o cárcel metafórica en la que nos movemos diariamente sólo nos permite contemplarlo a lo lejos y otear el límite imaginario de su línea divisoria, sin poder acceder para realizar una exploración o adentrarnos en él.

 

Al final, una llega a la conclusión de que la mayor libertad personal es la que podemos disfrutar en nuestra particular realidad; no esa libertad teórica que se pierde en horizontes inalcanzables e inaccesibles.

 

Yo, por si acaso, prefiero mantenerme bien pegadita a mis costumbres y entorno más próximo; a mi gente cercana; a mis aspiraciones realizables y tangibles. Quizá cerceno así el horizonte, pero no mi libertad cotidiana del día a día, sin espejismos oníricos que no puedo alcanzar.

 

¿Contemplar el horizonte? Sí, pero me conformo con el que alcance mi vista; el que sé que puede ser incorporado a mi entorno inmediato desde mi libertad de vivir el momento.

 

No sé, mañana estoy por llevarle una hojita de lechuga al pajarillo cuando vaya a comprar. Le estoy empezando a coger cariño.

Cosas entrañables que pasan en los barrios.

 

Gea.    

Y ahora sobre Alnilam

Y ahora sobre Alnilam

La constelación de Orión (el mítico cazador) preside las largas y frías noches invernales del firmamento, desde su privilegiada posición, a caballo entre los dos hemisferios celestes. Es sin duda la reina de las constelaciones. Sus cuatro estrellas más luminosas forman un amplio rectángulo, en cuyo centro se pueden localizar tres estrellas de luminosidad muy similar, formando prácticamente una línea recta y mostrándose, desde nuestra mirada, casi equidistantes entre sí.

Orión

Betelgeuse es la estrella que ocupa un hombro de Orión. En la esquina inferior del rectángulo, está Rigel, la pierna izquierda del gigante. En el ángulo nordeste está Bellatrix, la mujer guerrera. En la esquina sureste del rectángulo está Saiph, la espada. Y en esa línea recta que corresponde al cinturón del cazador, están las estrellas: Alnitak, Alnilam y Mintaka. Esta formación es conocida como Las Tres Marías o como Los Tres Reyes.

Bien, pues Alnilam, la estrella del centro, el adorno del cinturón, fue mi estrella elegida desde muy jovencita, casi una niña, sin tener entonces ni idea de su nombre ni de su pertenencia a Orión. Me gustó, quizá, esa aparente simetría en su colocación, en el medio, siempre arropada a ambos lados por sus dos compañeras.

Como podéis comprobar, mis dos nicks, Gea y Alnilam, tienen claras connotaciones cosmo-mitológicas. Posiblemente, lo que más me gusta de ellos.

Gea.

Sobre Gea

Sobre Gea

Según la Teogonía de Hesíodo, en el origen de todo estaba el Caos, el vacío primordial anterior a la creación, cuando el orden no había sido impuesto aún a los elementos del Cosmos. En segundo lugar nació Gea, la Tierra, concebida como el elemento primigenio del que surgirán las razas divinas. Y después de ella nació el poderoso Eros, el Amor universal.

Gea, sin intervención de ningún elemento masculino, engendró a Urano (el Cielo). Movida por Eros, Gea se unió a Urano y con él tuvo a los primeros dioses: los Titanes, los Cíclopes y los Hecatonquiros.

Urano, temeroso de que los Titanes se rebelaran, los encerró en el Tártaro (la parte más profunda y tenebrosa del Erebo, la morada de las sombras), pero Gea los libera y proporciona a Cronos, su hijo menor, una guadaña con la que corta los genitales a su padre destronándolo del poder. Los genitales de Urano caen sobre el mar y de la espuma de su semen surge Afrodita, diosa de la belleza y el amor sensual.

Cronos se instala en el poder y se casa con su hermana Rea. Pero Gea le predice una maldición: un hijo suyo también lo destronará. Para evitarlo, Cronos devora a todos sus hijos recién nacidos, menos al último, Zeus, que es escondido por su madre en la isla de Creta.

Cuando Zeus crece decide vengarse de su padre. Gea sirve un brebaje a Cronos que le hace vomitar a todos los hijos devorados; éstos, al mando de Zeus, se alían para derrocar al padre. Son ayudados por los Cíclopes, que proporcionan el tridente a Poseidón, el rayo y el trueno a Zeus y un casco a Hades que lo hacía invisible.

Vencen los aliados iniciándose el reinado de Zeus e instaurándose así el orden olímpico que se reparte el mundo: Zeus, dios del cielo y de la tierra, reinará en el Olimpo (morada de los dioses); Hades, dios del infierno, lo hará en las tinieblas y las profundidades; Poseidón, dios del mar, reinará sobre las aguas.

Y es así como Gea (Gaia, Tellus) se erige, desde esta concepción cosmogónica, en el elemento primigenio del que nacen las razas divinas, los primeros dioses; es la madre-tierra, el principio engendrador que surgió del Caos anterior a la formación del Cosmos

Gea.         

En sus manos

En sus manos

Se mira las manos con fingida complacencia, recién acicaladas y ornamentadas para la ocasión. Muestran una perfecta manicura, en la que destaca el rojo carmesí de sus uñas, que mantienen el protagonismo incluso por encima del destello de las joyas que las adornan.

Dedica bastante tiempo al cuidado de sus manos, que gusta de realizar personalmente, recreándose después en el resultado. Sus manos -se le antojaba pensarlo así- siempre habían sido la parte más libre de su cuerpo: autónomas, activas, habilidosas, expresivas, hermosas...

Hoy, sin embargo, al contemplarlas ve otra realidad. Súbitamente, y al tiempo que un nudo le aprieta las entrañas, se ve claramente reflejada en ellas; no como una prolongación de sí misma, sino como ella misma en esencia. Y ve, como nunca antes, el patetismo y la hipocresía de su propia vida en la cuidada apariencia de sus manos, perfecta síntesis de su frustración. Porque sus manos, en realidad, están maquilladas para camuflar el desgaste, pero también para intentar ocultar cuán reducido o limitado ha quedado su campo de acción.

Unas manos que ya sólo le sirven para aferrarse a una realidad que ha solapado su auténtica necesidad; manos que ya no sienten el deseo de acariciar, ni el tacto de otra piel sobre su piel; que ya no son cogidas furtivamente, con emoción... ni tan siquiera mecánicamente, por rutina.

No. Son manos que tienen un dueño, que ya no necesita adueñarse de ellas; manos que van por libre desde hace mucho tiempo, que han frenado muchas lágrimas en sus mejillas, que han tapado sus propios ojos para no ver la realidad, o para no verla tan clara; manos que se han ido acostumbrando al autoengaño, a la carencia, a la renuncia. Por eso precisan de la doble farsa de disimular y deslumbrar. 

Y sus manos son tal cual es ella, en esa sinécdoque representativa de la parte por el todo. Ella también suele ir engalanada, a la moda, con el cabello vistoso y llamativo, intentando deslumbrar para que no se trasluzcan las grietas de su alma; adornada por fuera en su carencia interior; maquillado el semblante en su desnudez afectiva. Parapetada tras una coraza estética que la protege de su indefensión, su vacío emocional, su desvalimiento.

Sus manos y ella: un mismo proceso, una misma forma de disimular, un mismo y cobarde conformismo. A sus manos y a ella ya sólo les queda aferrarse a lo único que tienen. Y lo hacen como pueden. A golpe de cosmética y disfraz.

Las apariencias engañan

Las apariencias engañan

(Lo escribí hace unos meses).

Se llamaba Elke. Lo supe ayer. La encontraron muerta hace unos días, acurrucada sobre sí misma en posición fetal, en el acceso al cajero automático de la Caixa que da a la avenida por la que tantas y tantas veces la habíamos visto deambular, ausente, desarraigada de sí misma y del mundo.

Hacía muchos, muchos años que nos habíamos acostumbrado a su presencia, interrumpida por los largos periodos en que debía de estar ingresada o acogida por los servicios sociales.

Cuando ella empezó a aparecer por nuestro barrio, era una época en que no era tan frecuente como ahora ver casos de mendicidad y desarraigo social. Fue pionera en la ocupación de los cajeros bancarios y en mostrar la carra terrible de la desolación humana.

Pero ella no era sólo una pobre indigente; era "aquella loca drogadicta que chillaba" y que recorría compulsivamente la avenida, arriba y abajo sin parar. Sus gritos eran ciertamente desgarradores y eran lo único que la hacían detener en su desquiciado pasear. Cuando gritaba, con alaridos guturales que parecían salirle del fondo de su alma, se paraba en seco y se pegaba a sí misma con rabia, con los puños cerrados y la expresión desencajada.

Recuerdo con horror la impresión que me producía oírla, incluso desde mi terraza distante casi dos calles desde donde ella estaba. Y recuerdo también cuando un día, al ir a utilizar el cajero, me topé literalmente con ella en la entrada. Confieso que en principio me asustó un poco pensar en su imprevisible reacción, pero mantuve la calma e intenté comportarme con normalidad. Cuando iba ya a salir, observé sus ojos clavados en mí y su mano extendida señalando mi bolsa de plástico tras la que se vislumbraba un racimo de plátanos que acababa de comprar. Por un momento, había abandonado su estado aparentemente catatónico para dirigirse a mí.

Se los ofrecí intentando resultarle cercana, como asimismo un pedazo de queso que también llevaba. Me sobrecogió su mirada al aceptarlo, como intentando esbozar una sonrisa de agradecimiento que no llegó a traducirse del todo, abortada por la angustia y el dolor que emanaban de aquel rostro. Debió de ser una mujer bellísima, extranjera, de rasgos inequívocamente arios, con ojos de un azul intenso, una boca que debió de ser carnosa y sensual antes de traducirse en una mueca y un cabello rubio-ceniza que se había convertido en una única y enmarañada rasta, apelmazada hasta el límite, sin posibilidad ya alguna de poder ser desenredada.

Jamás me dio la impresión de estar bajo los efectos de las drogas ni del alcohol. Y ese día tuve plena confirmación. Su mirada me hablaba de otros infiernos, posiblemente del de la locura. "Aquella loca drogadicta que chillaba" nunca mostró signos de desequilibrio espacial en sus incesantes carreras; ni un traspiés, ni la expresión de estar "colocada", ni "colgada". Sólo dolor, gritos y alaridos, locura y desgarro a borbotones.

Ha tenido que ser su propia muerte la que le hiciera justicia y reescribiera la triste biografía de "Aquella loca drogadicta que chillaba" para pasar a ser "Aquella pobre mujer que enloqueció de tristeza".

Elke era alemana y fue la única superviviente familiar de aquel horrible accidente de Los Alfaques, en el verano de 1978, durante el transporte de mercancías peligrosas que produjeron un pavoroso incendio y continuas explosiones, con un balance de 215 muertos, numerosos heridos y la destrucción casi completa de un camping situado en sus proximidades. Ese día, Elke se había ausentado del camping para ir a comprar. Perdió allí a su marido y a sus dos hijos de corta edad.

Los ha sobrevivido casi 28 años, tan muerta como ellos, ausente de la vida, pero bajo la triste paradoja de necesitar revivir cada día su recuerdo; algo que su mente no pudo soportar. Finalmente, tampoco pudo ya su cuerpo.

Nunca olvidaré su mirada azul de aquella tarde.

Efímera primavera

Efímera primavera

En aquel tiempo, en que mi inquietud era tan vecina de la angustia, nada sustentaba tanto el lenguaje mudo de mis soliloquios como mi natural tendencia a echar la vista atrás, recordando pesares, recreando vivencias, retomando sinsabores; quizá para evitar pensar en lo venidero, en la incertidumbre de lo aún desconocido. Era el desesperado refugio en un tiempo pasado; un pasado que, al actualizarse, se empezaba a alimentar del futuro y lo engullía segundo a segundo.

Pero el tiempo a veces puede ser también generoso, sabio, y simular que se para, que queda suspendido, para recordarnos que existe el presente; que, inexorablemente, todo cambia y nada se detiene, que algo nuevo empieza; que todo es cíclico. Y en parte es cierto. Sólo en parte.

Y es que una vez más se había instalado en mi vida una nueva primavera, con su inquietud y empuje, con la imposición de hacer proyectos... Con ese estímulo revitalizador que alcanza su máxima expresión en el inicio de un ciclo, de cualquier ciclo renovador, que es capaz de hacer reverdecer lo aparentemente seco y leñoso.

Pero, inevitablemente, debajo de cada primavera están acumuladas, inconcretas, indefinibles, otras de recuerdo ya envejecido, fosilizado, que han ido depositando para siempre su gota de dulzor o amargura en la memoria. Gotas que reviven e impregnan sutilmente la primavera recién nacida.

Y sí, el pasado es inmodificable.

Gea.  

En el éter...

En el éter... Por fin, de nuevo aquí.

Sí, entre la tierra y el cielo. O entre Gea y Alnilam, que vienen a representar lo mismo y que delimitan e identifican mi espacio virtual.

Porque yo también tengo ya mi espacio, este blog, que podría decir que me ha venido caído del cielo, arropado entre las alas de un hada complaciente y generosa, que lo ha depositado cuidadosamente a mis pies para que yo pueda transitar por él.

Sí, entre la tierra y el cielo. Una dicotomía perfecta para ilustrar metafóricamente esas oscilaciones del alma; esa fluctuación tan propia de mí, que me hace pisar firme sobre la tierra y, en ocasiones, lanzar también mi mirada hacia un cielo teñido de recuerdos y melancolía... incluso de sueños.

Otro día hablaré del origen de Gea, la madre-tierra cosmogónica. Y también lo haré de Alnilam, la estrella central del cinturón de Orión, que fue la que elegí como mía siendo muy jovencita, casi una niña. 

Pero, repito, eso será otro día. Hoy, tras haber podido recuperar este espacio, perdido durante unos días por inextricables rutas celestes, sólo quiero seguir recorriendo tímidamente los misterios del éter para aprender, poco a poco, a desenvolverme mejor en él. 

Pues sí que empiezo bien

Pues sí que empiezo bien

Y yo que me las prometía tan felices, con mi blog recién inaugurado gracias a la ayuda desinteresada de un hada benefactora y empezando ya a notar el gusanillo de necesitar poner escritos, va el servidor de Blogia y... ¡zas!... se desintegra.

Menudo descalabro. Porque, además, a mí me han desaparecido todos los escritos y comentarios y, con ellos, también el formato último del blog ya definitivo, con todos los cambios que habíamos introducido en cuanto a título, tipografía, logo, imagen de portada, temas, enlaces, etc., etc.

Y, encima, como una servidora es muy dada a improvisar mensajes sobre la misma ventana de textos, pues... ¡voilà!... me he quedado sin copia de casi todo lo que había escrito. Y no hay cosa que odie más que tener que rehacer de memoria lo escrito previamente. Se impondrá, pues, volver a improvisar de nuevo.

Así que, con más paciencia que convicción y con más curiosidad que conocimientos, me he entretenido en ir modificando de nuevo el blog, poco a poco, para poder recuperar su último formato, intentando recordar las sabias instrucciones y los pasos a seguir que había recibido con anterioridad para la definición del blog inicial -el que se ha ido a pique junto al servidor de Blogia-. Y hasta creo haberlo conseguido. O al menos eso parece. ¡Qué bien! ¡Cuánto he aprendido! Gracias, hada-maestra.

Pues eso, que será cuestión de cruzar los dedos y rezarle a Santa Blogia para que no nos desampare de nuevo.

Agradecida quedo a quienes me habían ofrecido sus amables comentarios.

Gea.