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El espacio de Gea

Para sonreír

Ver para creer...

Ver para creer...

Soy escéptica por naturaleza. Si en otra vida hubiera sido personaje bíblico, sin duda hubiera sido Santo Tomás. Fijo. Porque suelo ser de las que: si no lo veo, no lo creo.

 

Lo que en realidad quiero decir, ya que tiene su ironía por lo que os voy a contar, es que no soy persona de creencias esotéricas, predicciones astrológicas, cartas astrales, lecturas de manos o posos raros; no me interesa nada todo eso de los médiums, ni la tan trillada energía positiva de futurólogos o pseudocuranderos. Soy así. Y no se me ocurriría nunca ponerme en sus manos.

Bueno, miento. El otro día sí. Involuntariamente. Os cuento:

 

Tengo unos vecinos de rellano, un matrimonio mayor, los únicos con los que he intercambiado alguna conversación, normalmente originada por las buenas migas que hacían mis gatos con su perro cuando se colaban en su terraza y se acomodaban en su sillón, desplazando al pobre can.

 

Es una pareja muy peculiar: ella profesora y él ATS; pero, además, dicen tener "poderes para curar" a través de una energía sobrenatural que aplican con sus manos. Tienen visitas de gente a menudo, aunque, eso sí, totalmente gratis, porque a ellos les gusta compartir el don que dicen poseer. La verdad es que son "raros" pero de buen trato.

 

Bien, pues el otro día, estando yo en plena crisis jaquecosa, llama este vecino a mi puerta porque le tenía que firmar, como presidenta que me toca ser de esta mi comunidad, unas facturas para el administrador. Una vez firmadas, y al comentarle que tenía una fuerte migraña, el hombre, sin darme opción, me dirige hacia una silla de mi comedor:

 

- Siéntate, que te voy a quitar el dolor.

- ¿Cómo?

- Tú calla y relájate.

 

Se coloca entonces detrás de mí, tras el respaldo de la silla, y empieza a masajear y pulsar todas las zonas de mi cabeza; desde los parietales a los temporales; desde el frontal al occipital, al tiempo que parecía entrar en una especie de trance, emitiendo aparatosos sonidos guturales y una respiración fuerte y entrecortada.

 

- ¡¡Ggggggg!!

- Oye, Paco, no te preocupes, ya me pasará.

- ¡¡Shrrrrhhh!!

- Si ya me iba a tomar el Hemicraneal.

- ¡¡Auggggg!!

- Es que mi migraña es muy rebelde.

- ¡¡Gggggggg!!

- De verdad, yo te lo agradezco, pero...

- ¡¡Ggggggg... Augggggg!!

 

No os podéis imaginar la horrorosa sensación de tener en mi cogote tanta concentración paranormal, tanto resoplido y fuelle respiratorio. Miedo. Mucho miedo. Lo confieso, sentí miedo, porque creía que iba a darle un yuyu allí mismo; tal era su entrega y vehemencia. Yo no sabía si reír, llorar o gritar.

 

A todo esto, mi asustado gato Bartolo -a una prudente distancia- por pura mímesis y como defendiéndome, empezó también a bufarle a él sin parar. Debía de pensar que para bufidos los suyos, que eran mucho más propios.

 

Al fin mi vecino dio por terminada la sesión -se me hizo eterna- y al mirarle a la cara aún tuve más miedo. Estaba lívido y sudoroso, ido, traspuesto.

 

- ¿A que estás mejor?

 

No pude ni responderle. Le sonreí y lo acompañé a la salida dándole las gracias, y él, exhausto pero orgulloso de su buena obra, entró en su casa.

Yo, estupefacta, con más dolor de cabeza aún, me tomé la medicación habitual y, como alma que lleva el diablo, puse pies en polvorosa y me fui a casa de mi madre para explicarles mi insólita experiencia. Necesitaba contarlo. Allí nos dio por reír sin parar, sobre todo cuando les intentaba recrear tan exorcista escena.

 

Desde entonces, cuando voy a salir de casa necesito atisbar por la mirilla, no fuera a toparme con él en el rellano y se interesara por mi migraña... ¡Oh, no, otra sesión no! Y es que llevo aún latente en mi cogote, como una gutural espada de Damocles, ese resoplido monumental que no quiero percibir nunca mais; al menos no en mi nuca. Antes me corto la cabeza.

 

Qué cosas nos pasan a las descreídas... ¡Ozú!

 

Gea.  

Hogar, dulce hogar

Hogar, dulce hogar

(Escrito hace un tiempo).

Hoy no estoy nada profunda ni tengo ganas de elucubrar, así que haré divagaciones hogareñas.

A menudo oímos hablar de los peligros del hogar, ya que se producen con mayor frecuencia de la esperable, a pesar de que nuestra casa nos parezca el lugar más seguro del mundo. Pero no es así, y hemos de estar alerta ante los reiterados casos de accidentes domésticos: ventanas abiertas que no vemos al levantarnos tras estar agachados y cuyo canto se nos clava en la cabeza, quemaduras por aceite caliente al cocinar, la escalera que resbala y nos caemos desde lo alto cuando limpiábamos los cristales; o ese cuchillo con el que intentábamos ayudarnos a abrir el bote de los pepinillos y se nos escapa y nos secciona una arteria, que empieza a sangrar como un surtidor y exige hacer un torniquete (vivido en mis propias carnes), etc., etc.

Es cierto, los hogares encierran muchísimos riesgos; están ahí, día a día, y no conviene minimizarlos ni bajar la guardia. ¡Ah, amigos!, pero si algo hay característico de los hogares, son sus innumerables misterios sin resolver... ¡que haberlos, haylos! Y uno de los más comunes y desconcertantes es el que yo llamo: el misterio del calcetín; es decir, el caso de los calcetines perdidos, naturalmente desparejados, a saber por qué extraños y laberínticos senderos domésticos, que recorren la zona entre la habitación, el baño y la lavadora.

Al principio, la sufrida ama de casa piensa que ya aparecerá la pareja que falta, que se le habrá caído al tender; pero mira hacia abajo, al patio, y allí no hay ni rastro del calcetín.

-Bueno, lo habré introducido suelto en otra lavadora -piensa esperanzada- ya los volveré a emparejar. Pero, ¡quia!, del calcetín autónomo nunca más se supo. Y así, se van acumulando calcetines sueltos en algún cestillo o lugar especialmente destinado a tal efecto, hasta el día en que se intenta emparejar alguno. Si se consigue reunir una sola pareja, ¡bingo!, la satisfacción que produce es inenarrable.

Pasado algún tiempo, y en un alarde de limpieza general, se tiran todos los calcetines sueltos que no ha habido forma de casar, hartas ya de su improductiva presencia y pertinaz soltería. ¡Craso error! Pocos días después, como por arte de birli birloque, empieza a aparecer una nueva remesa de calcetines desparejados, uno o dos de los cuales -tampoco más- eran la pareja de alguno de los que se habían desechado.

¿Penates o duendecillos del hogar? ¿Acaso el desagüe de la lavadora es un voraz sumidero, que además de botones y aros de sujetador se traga también calcetines? ¿O tienen los calcetines vida propia? Esto último es bastante descartable: el olor que desprenden es señal inequívoca de que están más muertos que vivos; sobre todo los de nuestros hijos adolescentes cuando han permanecido una larga jornada dentro de esas horribles zapatillas deportivas que son como mofetas. ¿Deportivas? Bueno, ése sería otro tema a abordar.

En fin, que de todas las desapariciones sin resolver en los hogares, el misterio del calcetín es, sin  lugar a dudas, el que está más presente en todos ellos. ¿No? Que sí, de verdad, que me lo confirman todas mis amigas. Y, además, no hace distinciones de nivel social o status. Está homologado con las tres ges: es genérico, genuino y generalizador en su igualadora desaparición. Es, desde luego, un auténtico fenómeno doméstico digno de estudio.  

Gea.